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martes, 26 de julio de 2011

Cuando la verdad requiere escolta


Cuando la verdad requiere escolta

Por: Carolina García

El peligro de morir haciendo un trabajo digno. Mujeres  periodistas que arriesgan la vida para reclamar justicia. Mujeres que sufren las amenazas de corruptos y gobernadores y que, en ocasiones, ponen el riesgo su vida por el derecho fundamental a la libertad de expresión. Lydia Cacho, periodista mexicana, es una de estas mujeres, una mujer que pone por delante la verdad y deja de lado, siempre que puede, el miedo.
Cacho, al igual que otras y otros periodistas en el mundo, vive una pesadilla. Su día a día en México es tortuoso. El relato de cómo el pasado jueves 14 de julio tuvo que salir de su propia casa escoltada por la Policía Federal, después de confirmar que un sicario quería acabar con su vida, estremece al más duro. “Tuve que salir escondida y subirme a un avión para venir a España”. Pese a las amenazas, la periodista reconoce que “se aprende a vivir con esa tensión” e insiste en que “la vida sigue”. “No es fácil, pero el trabajo que hacemos es útil y necesario. Tenemos que echar un poco de imaginación para elaborar reportajes en condiciones adversas”, asegura Cacho. La amenaza constante y el odio “de algunos” a la verdad como rutina. “Vivir con el miedo se convierte en una forma de vida. He perdido amigos, no quiero viajar con familiares”, sostiene.

La emoción se dispara en la sala de la Universidad Menéndez Pelayo cuando Cacho narra con mas detenimiento los hechos. “La primera llamada es la que nunca se olvida, quien anuncia la muerte lleva días para hacerme saber que mi destino está sellado por su sed de venganza”. Antes de esa llamada telefónica y antes de ese email, “las intimidaciones eran algo etéreo, algo ajeno. Algo que les sucede a otros y a otras”. Esa voz que advierte y pide silencio tiene la virtud de sorprender a quién recibe la orden, y muchas veces recuerda que “somos” simplemente humanos. “La paradoja se convierte en el eje central de mi vida, por que debo mantenerme en una guardia constante, cubriendome las espaldas, guardándome ante una patrulla policiaca o militar, salto ante cualquier sonido que se parezca a un disparo, donde, tal vez, se esconda el mismo sicario que mató a mis compañeros en Colombia o Honduras”. La importancia, entonces, es la de denunciar al militar o gobernador corrupto, rompiendo el silencio.
La Fundación Lydia Cacho (http://www.fundacionlydiacacho.org/)  trata exactamente de evitar que esto siga curriendo. El objetivo de la fundación es proteger y ayudar a todas aquellas personas que dan un paso al frente para denunciar la corrupción, la impunidad y la vulneración de los derechos humanos. Pretende, con esta iniciativa, poner en valor la actitud de estas personas, símbolo de lucha de la sociedad y expresión de un destino que transciende su individualidad, ya que al cambiar el ritmo de sus vidas ayudan a cambiar el rumbo de la de los demás.
En esta línea, Cacho denuncia la “connivencia” del Estado mexicano y de los medios de comunicación “monopolísticos” en su país para silenciar ciertos aspectos de la lucha contra el narcotráfico. “Los reporteros que no aceptamos ese acuerdo estamos en una gran guerra contra la hipocresía. Mandan un mensaje a la sociedad, cuando los narcotraficantes tienen el poder de la mitad del país”, argumenta la periodista. Para defender esta idea, Cacho indica que 26 ciudades mexicanas están “dominadas” por los militares, lo que supone que el Ejército “controla” a las policías civiles y provoca “una ausencia” del Estado de Derecho en una buena parte del país. “La censura es brutal. Tenemos que documentar también qué está haciendo el Ejército. Lo más peligroso para un reportero es hacer periodismo de investigación local en su propio país. A su propia gente”, explica emocionada.
“Evoco los días en los que la muerte era un futuro incierto”, se lamenta Cacho. La muerte se convierte en una consigna. Superar el dolor se convierte en una de las tareas fundamentales de los y las que viven amenazados, de aquellas personas que han publicado el crimen y la corrupción a pesar de los riesgos. “Por todas ellas, desde Camboya, pasando por Irak, Uganda y Kenia. Todas lo hicimos para conjurar la muerte, para poder contar lo que sucede y así expulsar el sufrimiento de nuestro cuerpo, de nuestras pesadillas y salir de la cárcel de la que nos encerraron y soltar las cadenas que nos ataron para exigir que no habláramos”, dice con énfasis la reportera. Toda está situación hace que las personas que lo sufren obtengan una lección “que no se aprende en las escuelas de periodismo”, que es el estrés postraumático y sus consecuencias. El gasto de vivir bajo amenazas cambia las prioridades, lo que antes se gastaba para ir al cine o cenar fuera, ahora va dirigido a pagar abogados. “Lo que aprendí como reportera de investigación es a dignificar y proteger a las víctimas que entrevisto, a ser testigo de su historia para que el mundo se entere y se indigne”, subraya Cacho.
De todas formas, recuerda que es “complicado” hacer periodismo bajo amenazas y cuenta cómo para escribir el último libro que ha publicado tuvo que acudir disfrazada a algunos de sus encuentros para evitar sufrir “daños”. Además, recalca que “una vez que entiendes que tu vida está en juego y conoces quién quiere hacer callar tu trabajo”, la autocensura no tiene lugar. “Cuando sobreviví a la tortura y salí de la cárcel, tomé la decisión de que no iba a dejar de hacer mi trabajo. Creo que lo que hago es útil y ahí está la prueba, con un tipo en la cárcel y varios muy asustados”, agrega. Lydia Cacho ha aprendido a ser una superviviente y a comprender, por muy triste que suene, que  el estado crítico que provoca sentir  cerca la muerte, la hace más sensible al buen periodismo, pero también, a veces, la expone demasiado.



Esperando que nada toque a Lydia Cacho... y a otras valientes periodistas.

Hasta la Próxima
ECD

martes, 24 de mayo de 2011

“Consolar es estar con la soledad del otro” Javier Sicilia

El consuelo y la justicia

Proceso 22 Mayo 2011  

JAVIER SICILIA


          Para ti, Juanelo, cuya muerte, que llevo conmigo, nombró a todos.

Cuarenta mil muertos, 10 mil desaparecidos -tratados como cifras, como abstracciones estadísticas-, miles de familias rotas y despreciadas por la impunidad del sistema de justicia, y millones de seres humanos desprotegidos, abandonados a la violencia de un crimen organizado que crece a la sombra de un Estado que, en su podredumbre, no ha sabido cumplir con su vocación primera, dar seguridad a sus ciudadanos, era el saldo que hasta el 27 de marzo vivíamos los seres humanos de esta nación. A partir de esa fecha algo cambió. Los asesinados de ese día tenían nombre, un nombre que gritaba, desde el dolor de sus amigos y de sus padres, un “Estamos hasta la madre” de los criminales y de los políticos, un reclamo que repentinamente no sólo comenzó a nombrar a sus muertos, sino a exigir una justicia de la que todos los mexicanos hemos estado privados durante los últimos cuatro años.

          Si de alguna manera puedo definir lo que desde entonces han sido la marcha del 6 de abril en Cuernavaca y la que el 5 de mayo salió de esa misma ciudad para llegar el 8 del mismo mes al Zócalo de la Ciudad de México, es a través de dos palabras que los criminales y la “clase” política han extraviado en su inhumanidad: el dolor y el consuelo. Fue el dolor que, convertido en dignidad, inició esta forma de nombrar lo innombrable. Fue esa dignidad, la que a lo largo de las marchas fue sumando dolores, rompiendo el miedo y generando el consuelo. El dolor, me decía mi padre –a diferencia de la alegría que reúne–, une, y esa unión se llama consuelo.

          La palabra es hermosa. Consolar es estar con la soledad del otro. Ir a su encuentro para abrazarla y acogerla. Para decirle –como coreaban muchísimos cuando llegamos a la Ciudad de México–: “No estás solo”. “No estamos solos”. “Tu dolor es el nuestro”.

          Lo que el 27 de marzo fue una tragedia personal –tan personal como la de 40 mil muertos y familias hundidas en la soledad– se fue convirtiendo en una muchedumbre de soledades que se unía para compartir su dolor con el de otros, y en su abrazo, en su caminar juntos, se consolaban. Las 300 personas que el 5 de mayo salimos de Cuernavaca arropadas por la Bandera de México se fueron al paso de los días convirtiendo en miles. Las soledades llegaban de todas partes.    
          Desde los pueblos y las ciudades más remotas, desde los dolores más atroces y las injusticas más viles llegaban padres, madres, hijos, hijas mutilados con los nombres y las fotografías de sus muertos, y sus lágrimas; llegaban también padres, madres, hijos, hijas que, por gracia, no conocen en carne propia ese dolor, pero a quienes la compasión unía y une en un nosotros; llegaban para abrazar nuestro dolor y nosotros el suyo, para encontrar el amor y la paz que nos arrancaron, para consolarse y consolarnos con una caricia, un llanto, un plato de comida, una botella de agua y hacer de nuevo la primera de las justicias, que es reconocernos como seres humanos y caminar juntos. Con ese caminar, les estábamos diciendo y continuamos diciéndoles a los criminales que, a pesar del terror que quieren imponernos y del sufrimiento que crean, no les tememos, que nuestro consuelo y nuestra dignidad son más fuertes que ellos y que con nuestro andar recuperamos nuestras carreteras, nuestras calles, nuestro territorio. Con ese caminar y nuestro arribo al Zócalo de la Ciudad de México les estábamos diciendo, y continuamos diciéndoles también a los poderes del Estado y a los partidos políticos, que están podridos, que si el crimen está campeando en nuestro país como lo hace es porque el Estado está cooptado por criminales y sólo sirve a intereses ajenos a la ciudadanía, que por ello esta guerra estúpida se va perdiendo y los muertos y el horror los estamos poniendo los ciudadanos. Les estamos diciendo que juntos o sin ellos vamos a refundar esta nación para que la dignidad que hemos mostrado permanezca viva y se haga una ley de seguridad nacional que no sólo piense en la violencia sino en el tejido social que la incompetencia del Estado ha desgarrado.

          Nosotros, los hombres y mujeres de a pie, los que sostenemos todos los días a esta nación desgarrada, que llevamos a cuestas el dolor de miles de muertos y de injusticias atroces, hemos hecho con nuestras marchas la primera de las justicias negadas: la del consuelo, que es del orden del amor. Con ese consuelo llegamos y articulamos una movilización que demanda al Estado y a los partidos políticos la segunda justicia que nos deben, la legal. Un consuelo en la impunidad es un consuelo mutilado, y el Estado nos debe esa justicia. No sólo tiene que nombrar a nuestros muertos –darles rostro y presencia; si eran inocentes, indemnizar a las familias; si eran criminales, saber de dónde venían, qué sucede en el tejido social de sus lugares que los convirtió en criminales, y trabajar por rehacerlo–, sino también atrapar a los asesinos, estén en donde estén (en la ilegalidad o en la legalidad), y aplicarles la ley.   
          Nuestros muertos, por voz de los vivos, que se consuelan, hablan y piden justicia. Una justicia que, junto con la recomposición de las instituciones, nadie debe regatearles, a no ser que el Estado acepte ser lo que hasta ahora ha sido, un Estado criminal.

          Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los presos de la APPO y hacerle juicio político a Ulises Ruiz.


Hasta la próxima
ECD